Cristián Labbé |
¿Crees en brujos, Garay?
- No sé, pero que los hay, los hay. Era el típico refrán popular que buscaba explicar aquello que comúnmente no podía explicarse, al menos rápidamente, la muletilla preferida de los que optaban por dejar al imaginario de cada cual la solución que mejor les pareciera, de tal suerte que nunca se agotarían los esfuerzos por buscarle la quinta pata al gato, ni habría que desgastar neurona alguna en demostrar bajo al figura de la objetividad una teoría que justificara tal o cual postura. En definitiva era la monedita de oro, el comodín soñado a la hora de las argumentaciones, porque esto de tener que brindar explicaciones no sólo resulta incómodo, sino que además indigno cuando de jerarquías se trata.
También resultaba adecuado a la hora de meter la cuchara para revolver el gallinero y exacerbar los ánimos de algo que nos diera lata tener que identificar al menos con un digno sustantivo y así endilgar al resto sobre las intenciones de nuestra propuesta.
Es que a la hora de expresar pareceres, bajo ciertas circunstancias, el protocolo pareciera ser lo menos importante, como si los que finalmente reciben el mensaje, en su conjunto, no pasan de ser más allá de una “manga de inútiles subversivos” que poco y nada de respeto ni formalidades merecen.